agosto 28, 2016

"Ensaladilla rusa" de Antoni Puigverd en La Vanguardia

La ensaladilla rusa es ciertamente un tema menor para una columna. Pero me fascina que sea uno de estos platos completamente desprestigiados por la retórica culinaria que, sin embargo, encantan a todo el mundo, según constato cada vez que la preparo. Como explicaré mañana, la descubrí en Jerez de la Frontera, donde pasé un año largo de mi juventud. Los invitados que la prueban en casa primero se sorprenden (piensan: ¡vaya horterada!), pero después me piden la receta. No lo digo como un mérito personal, por supuesto, sino para enfatizar el valor de este plato de poca monta, sin más pretensión que la de hartar y satisfacer al comensal.
La ensaladilla rusa puede ser asesinada o tratada con esmero. Esto ocurre con topo tipo de comidas: elucubrantes espumas o sencillos espaguetis. Las espumas de cocinero presumido, pero ignorante, son una patética mortificación. Son mortalmente flácidos los espaguetis que han hervido un par de minutos más de los necesarios. De manera similar, asesinan la ensaladilla los que la cocinan con la típica bolsa de verduras y patatas troceaditas y congeladas. Por más cuidado que se ponga, aquel preparado saldrá del fuego convertido en una masa informe y aguada que se podría confundir con el perol de centeno que, en tiempos pretéritos, se daba a los cerdos en las casas de campo.
La ensaladilla no tiene secretos. Debe elaborarse con patatas consistentes (pontiac, para mi gusto), cortadas a cuartos y que no pasen mucho más de media hora al fuego. De verdura, yo sólo pongo zanahoria; pero hay quien añade guisantes y judías verdes (cuidado con la perona: se deshilacha). Las patatas y las zanahorias las hiervo al vapor, una cocción que preserva el sabor y la consistencia. Dejo enfriar las patatas y la zanahoria. Mientras tanto, preparo lo que podríamos llamar el relleno. Atún en lata, aceituna negra que ya compro cortada a rodajas, aceituna rellena que desmenuzo yo mismo, y pimiento rojo previamente asado. Mi pequeña aportación: también añado bastantes claras de huevo duro (aunque no las yemas). Troceo la patata y el resto de los ingredientes, y lo mezclo todo con la mayonesa.
Cualquiera de las mayonesas que encontramos en el súper bastará. Aunque el resultado será suntuoso si uno elabora la propia mayonesa: sin ajo (que eclipsaría los otros sabores), con un buen ­acento de vinagre y un suavísimo extravirgen de arbequinas (tipo Camins de Verdor, posiblemente el mejor aceite del mundo).
Hay que ser muy generoso con la mayonesa. El plato es calórico, por supuesto, pero la religión de la salud todavía no lo ha prohibido: el aceite de la mayonesa, las aceitunas y el atún engordan, sí, ¡pero tengo entendido que llevan colesterol del bueno! Eso sí, como ocurre con todos los placeres, para que deje buen sabor de boca, nada mejor que una ración corta: avara. Entre otros, esto lo recomendaba Rousseau, quien, por cierto, no fue precisamente avaro con los placeres de la carne.
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